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CRÍMENES IMPERDONABLES.

ENROQUE

CRÍMENES IMPERDONABLES.

JOSÉ LUIS HERNÁNDEZ CHÁVEZ

Expresar la vedad siempre ha sido incómodo y, en no pocos casos, riesgoso, sobre todo en tiempos oscuros, como los de la Santa Inquisición. Muchos de los que tuvieron la osadía de manifestar libremente sus ideas, unos terminaron en la cárcel, otros fueron perseguidos y algunos más quemados vivos en las llamas de una hoguera.

El astrónomo, filósofo y teólogo italiano Giordano Bruno, quien nació en Nola en 1548, fue uno de ellos.

Decirle a la iglesia católica en el siglo XVI que el sol era una simple estrella, que la tierra era esférica y que el universo contenía un número infinito de mundos habitados por seres inteligentes, provocó reacciones de rabia entre los entonces poderosos e intocables miembros del clero.

No aceptaban que alguien desafiara impunemente sus dogmas cosmogónicos que aseguraban que la Tierra era plana y el centro del universo. Mucho menos que pusiera en duda la divinidad de Jesucristo, la sagrada trinidad y la virginidad de María antes y después del parto, como afirmaba el científico.

Bruno estaba convencido de que la tierra giraba alrededor del sol y que el aparente movimiento diurno de los cielos era una ilusión causada por la rotación del planeta sobre su eje.

El astrónomo profesaba igualmente que las estrellas en el cielo eran soles como el nuestro a los que orbitaban otros planetas, verdades científicas para las cuales no había cabida en las creencias cristianas de la Creación y el juicio final.

Ante la amenaza que se cernía sobre él a causa de las discrepancias con la institución religiosa, en marzo de 1576 Bruno huyó del convento a Roma e inicio una vida errante por Francia, Inglaterra, Alemania y la República Checa, para ponerse a salvo de las amenazas de los jerarcas religiosos.

Impartió clases en las Universidades de Paris y de Oxford, y en los momentos difíciles enseñaba a los niños para ganarse la vida. A pesar de que los sabuesos católicos le seguían los pasos, jamás desistió de sus estudios ni renuncio a sus ideas que plasmo en más de cuarenta libros.

Lamentablemente, el 21 de mayo 1521 fue denunciado ante la inquisición de Venecia y encarcelado el 23 de mayo de 1592.

Acusado de herejía, blasfemia, brujería, así como por sus enseñanzas de la existencia de múltiples sistemas solares y la infinitud del universo, entre otros cargos, fue encerrado en el Palacio del Santo Oficio, en el Vaticano, en donde permaneció ocho años, mientras se preparaba su enjuiciamiento.

Sus obras censuradas por la Iglesia fueron quemadas en la Plaza de San Pedro de Roma.

El Papa Clemente VIII dudaba sentenciarlo a muerte, temía que el teólogo se convirtiera en un mártir, como sucedió. El día que le fue el leído el veredicto que lo condenaba a morir, Giordano dijo a sus jueces una frase que revelaba la entereza con la que enfrentaba a sus captores: “Tembláis acaso más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla”.

Habitualmente, cuando alguien era sentenciado a morir en la hoguera, primero se le quitaba la vida para evitarle sufrimiento, siempre y cuando se retractara en el último momento, y luego se quemaba el cuerpo. En el caso de Giordano, sin embargo, no se le concedió o no se acogió a ese beneficio, fue quemado vivo el 17 de febrero de 1600 en el campo de Fiori, Roma.

Además de paralizarle la lengua con una brida de cuero para que no pudiera hablar, el día de su ejecución fue despojado de sus ropas y atado a un palo. Uno de los monjes católicos que le acompañaron en el proceso le ofreció un crucifijo para que lo besara, pero Bruno lo rechazó, había dicho que su alma subiría con el fuego al Paraíso.

Sus cenizas fueron arrojadas a las aguas del río Tíber.

Casi tres siglos después de su muerte, el 9 de julio de 1889, se erigió en su memoria una estatua en el lugar en que fue quemado, exaltando su figura como mártir del libre pensamiento. Hoy es considerado uno de los precursores de la revolución científica y su visión del universo fue cercana a la desarrollada por Newton.

Igual que Bruno, también fueron llevados a la hoguera por la iglesia los científicos Giulio César Vanini, quien profesaba que los seres humanos descendían de un tronco común al de los antropoides, Pietro D’ Abano, por asegurar que algunos milagros podían ser explicados de modo natural y Miguel Servet, quien impugnó el dogma de la Trinidad.

El astrónomo Galileo Galilei, fue acusado de herejía y condenado a prisión perpetua, aunque luego de que el científico abjuró de sus ideas heliocéntricas, la pena le fue conmutada por arresto domiciliario.

El 22 de junio de 2003, el Papa de la iglesia católica Juan Pablo Segundo pidió perdón por este y otros crímenes cometidos por la iglesia contra los hombres de ciencia a lo largo de la historia. jlhbip2335@gmail.com