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DERECHO A LA CIUDAD

Gran Tampico

DERECHO A LA CIUDAD

Julián Javier Hernández

A pesar de la extensión estatal (más de 80 mil kilómetros cuadrados), las ciudades de Madero y Tampico, en ese orden, son las más pequeñas de Tamaulipas.

Una persona sana, incluso una de mediana edad en buena condición, puede cruzar a pie ambos municipios y llegar a la playa sin mayor esfuerzo. Así de corto es el espacio urbano.

Quizás en Soto la Marina cuenten con menos servicios y contactos con el mundo exterior, pero sus valles, elevaciones y costa, y toda la exuberancia de la naturaleza, la colman de una felicidad inusitada.

En cambio, poca variedad ofrece al tampiqueño su palmo de tierra, pero compensa esa falta con imaginación para disfrutar los rincones disponibles. Cuando paseaba por la laguna del Chairel, entre los años 1950 y 2000, se dirigía al Balneario Rojas a nadar como lobina en las aguas azules o a jugar futbolito. Y la rockola que había ahí lo alegraba todavía más.

Gran caminador, también acostumbra a perderse por parques y plazas, aunque quedan muy pocas. Esta es la pena que más resiente el tampiqueño en su propia ciudad. Por años acudió solo o acompañado a algunos de estos jardines a recrearse bajo la fronda de los árboles. La Plaza de Armas era su favorita, pero elegía otras para citas románticas, como la que se abría frente al Cuartel Militar y que se conoce como plaza de la Cruz Roja.

En esa búsqueda de lugares públicos en medio de propiedades privadas, le vino como un oasis el rescate de la laguna del Carpintero. Cuando retiraron la maleza y la pestilencia, el tampiqueño se volcó en gran número a las nuevas áreas verdes. Los más felices fueron los niños. Había mucho que ver por la presencia de garzas, iguanas, cocodrilos, loros y aves del Canadá. Y era completamente gratis.

Esta inclinación del tampiqueño por los árboles y el campo no es un simple capricho; lo necesita. Dice el psicoanalista Giuseppe Amara que si uno quiere ser feliz debe contemplar lo verde, es decir, estar cerca de la naturaleza.

El tampiqueño al que aludo es el hombre de a pie, persona de clase trabajadora. Hay algunos afortunados que se refugian en el club privado y disfrutan de las gratas experiencias de las plantas y del agua. Pero cuando hablamos de que la ciudad ofrece poco a los locales, nos referimos a la mayoría, es decir, a casi toda la población.

Por desgracia, aún lo poco se lo van quitando. Llegará el momento en que el tampiqueño viva como el hámster metido en una rueda giratoria, que corre mucho sin moverse de lugar.

Se puede decir que lo están despojando lentamente de la ciudad donde nació. Uno pensaría que esta acción infame vendría de un extraño, de alguien sin apego al puerto, pero sorprende que hayan sido los mismos alcaldes.

José Francisco Rábago entregó el atracadero y el área del balneario Rojas al Club de Regatas Corona; también, permitió a una gasera recorrer su barda unos metros y anexar la única vía rápida que usaba la gente para entrar y salir de una colonia.

Gustavo Torres Salinas le donó a la Cruz Roja la magnífica plaza ubicada frente al Hospital Militar y, con ella, los viejos y robustos árboles de sus jardines y una riqueza histórica que se creía de todos.

Jesús Antonio Nader le concesionó terrenos de la laguna a un bar, una nevería y una atracción mecánica. Si fuera el caso, cualquier tampiqueño podría reclamar el mismo derecho concedido a los Govela y los Azcárraga, dueños de esos negocios, y pedir una parcelita. Pero nadie, en 20 años, quiso hacer una romería de ese lugar.

En ese traspaso se cumplieron con todos los procedimientos legales, y esto hace creer a los responsables que obraron bien; se equivocan, van en contra de los Objetivos del Desarrollo Sostenible 2030 que, en la meta 11.7, propone el acceso universal a zonas verdes.

El daño por estas acciones es inconmensurable y va de lo económico a la social, sin excluir lo ambiental. Y seguirá ocurriendo mientras persista la falsa idea de que la infraestructura privada crea riqueza para todos.

La salvación del tampiqueño, antes de que lo dejen sin nada, es invocar el derecho a la ciudad. Solo se puede enfrentar el derecho de propiedad y su prestigio como detonador económico con el derecho común. La evidencia es muy clara: en la privatización de los recursos públicos, las ganancias van a una minoría.

Un concepto acuñado por Henri Lefebvre en 1968 forma parte ya de la agenda de la ONU para reducir la desigualdad. A través del programa Hábitat, el organismo adoptó en 2011 la Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad. Todavía no es exigible pero tiene los fundamentos para subir pronto a rango constitucional.

Al tampiqueño le conviene seguir los principios de este concepto (y al maderense también, desde luego). Los habitantes tienen derecho a “disfrutar de ciudades, pueblos y asentamientos urbanos justos, inclusivos, seguros, sostenibles y democráticos, definidos como bienes comunes para una vida digna”.

Para el tampiqueño, ese disfrute está en peligro: se habla de un mega proyecto hotelero para desarrollar grandes extensiones en la Laguna del Carpintero. Estamos seguros que los empleos de camarera y garrotero que ofrezca no harán rico a nadie, pero sí consumirá los últimos palmos de un bien público.

El británico Richard Harvey afirma que la ciudad es el sueño materializado por el hombre de un mundo justo, compartido y saludable; al rehacerla, sus habitantes se rehacen con ella. Por tal motivo, es el más preciado de todos los derechos humanos, de acuerdo con este pensador.

Tampico puede ser una de las ciudades más pequeñas del estado, pero no está condenada a ser propiedad de unos cuántos.