Columnas

Venecia no es como la pintan

Rutinas y quimeras

Clara García Sáenz

Venecia no es como la pintan

Apenas cruzamos la frontera con Suiza y el sabor latino se hizo sentir, las autopistas atestadas, la internet fallando, los sanitarios de los paraderos en carretera en mal estado y por si fuera poco un extravío de horas para entrar a Milán porque había vialidades cerradas por remodelación. La guía, un poco desesperada, bajó en una de las calles céntricas para preguntarle a unos trabajadores que estaban haciendo una mudanza cuál calle podía tomar para llegar a la Scala, el hombre alegó tanto en italiano que nadie entendió si era izquierda o derecha, para adelante o para atrás.

Finalmente tomamos la calle y empezamos a caminar, de pronto quedamos pasmados, llegamos a una plaza donde fuimos recibidos sin previo aviso por el gran Domo de la catedral de Milán, aunque había una multitud paseando por la explanada, los cafés estaban a reventar de gente y el monumento a Víctor Emmanuel II, padre de la unificación italiana estaba atestado de palomas, nada, absolutamente nada impedía que esa gran mole ocupara la vista, imponente. Alguien que iba en el grupo dijo, “después de ver esto, no hay nada más que te pueda impresionar de Milán”.

De estilo gótico, es la catedral más grande de Italia y la tercera más grande del mundo, está dedicada a Santa María de la Natividad y su construcción se inició en el siglo XII y se terminó en el siglo XX. Al lado izquierdo de la plaza se encuentra la galería Víctor Emmanuel II, construida en el siglo XIX y se considera el primer centro comercial del mundo, en su largo pasillo hay restaurantes, tiendas de marca y hasta un hotel. La monumental construcción de soberbia belleza guarda uno de los ritos más ridículos que el turista hace cuando pasa por ella; ahí se encuentran en el suelo los escudos de armas de las tres capitales italianas: Roma, Venecia, Turín y también el de Milán. La leyenda urbana dice que, si la persona pone su talón arriba de los testículos del toro que representa a Turín y gira sobre ellos, regresará a Milán, así que la fila de espera para hacer el ridículo es interminable, sin contar con que el mosaico donde giran está sumido por tanto uso.

Al cruzar la galería se llega a otra plaza, muy modestas, pero cuyo atractivo está en dos monumentos imprescindibles, en el centro, una estatua de Leonardo da Vinci y al cruzar la plaza el teatro la Scala, que aún se encuentra en uso y anuncia su programa anual en grandes marcos con cubierta de vidrio y precios accesibles. El conjunto de edificios que lo rodean conservan sus rasgos decimonónicos los que permite sentirse dentro de una película antigua.

De regreso a la Plaza del Domo de la catedral y ya repuesta del asombro que produce verla, reparamos en que la estatua de Víctor Emmanuel que adorna el centro de la explanada a pesar de tener una gran cantidad de palomas a su alrededor ninguna se posa en su cabeza, este curioso hecho responde a que la cabeza del monumento está electrificada para evitar que los animales le depositen su guano el padre de la patria en la cara.

Ahí también, en una calle que desemboca en la plaza se encuentra la tienda original de cafeteras italianas, estas pequeñas jarritas que se ponen en la lumbre y nos permiten disfrutar de un rico café hervido. La tienda es sensacional, porque las venden de todos tamaños y colores, y solamente venden cafeteras italianas.

Por la noche llegamos a Mestro, una pequeña ciudad que forma parte de la región veneciana, ahí dormimos para llegar muy temprano al icónico lugar del turismo mundial y al que me había resistido conocer por la desconfianza que me produce tanta publicidad de sus góndolas y paseos románticos.

Aprovechando la mañana llegamos en un barco con mucha incertidumbre porque diariamente el nivel del agua sube y baja y de eso dependen la elección del puerto más adecuado para atracar o se autorizan los viajes en góndola. Son efectos naturales que la marea provoca y que directamente afectan a la ciudad de Venecia.

Así que con suerte pudimos llegar hasta la plaza de San Marcos, ahí nuevamente la sensación de empequeñecer, como en Milán ante el tamaño monumental de los palacios y la basílica, cuya fachada tiene un espléndido mural que con la luz del sol brilla como oro, la iglesia está dedicada a San Marcos como la plaza, donde queda de manifiesto la opulencia y la riqueza de los mercaderes venecianos que dominaban la navegación hace más de 1500 años.

Lo impresionante de Venecia no son sus góndolas, ni paseos románticos como las agencias de viajes suelen promocionarlo, sino la belleza de la ciudad con sus calles medievales, las tiendas de sus pequeños comerciantes, sus monumentos, fachadas, plazas donde uno fácilmente se pierde y se encuentra. Es necesario salirse del perímetro de la plaza de San Marcos y dos calles más adelante se puede disfrutar la ciudad lejos de la muchedumbre.

Una ciudad con más de 1500 años, rodeada de agua, compuesta por 118 pequeñas islas unidas por 400 puentes que está a merced de la marea y con una riqueza monumental de edificios bellamente decorados, innumerables iglesias y sin automóviles, es sin duda un lugar extraordinario.

Dada la cantidad de comercios que en ella existen y debido a lo estrecho de sus calles, es común ver a hombres que conducen diablos trasportando las mercancías, que al grito de “Atencione” todo transeúnte debe orillarse porque corre el riesgo de ser atropellado por estos ágiles trabajadores que pasan corriendo con las cargas.

Junto al caos italiano, muy conocido por todos los latinos, llegamos al día siguiente a Florencia, volvimos a madrugar para evitar las grandes aglomeraciones en sus monumentos emblemáticos. Ahí, la circulación de los carros se cierra a las 10 de la mañana en el centro de la ciudad para hacerlo peatonal, por evitar a la gente no pudimos evitar a las camionetas que circulan con choferes malhumorados que surten tiendas y restaurantes y conducen a una velocidad no muy adecuada porque el tiempo es corto para hacer su trabajo.

Recorrimos el centro de la ciudad estupefactos, empequeñecidos, perplejos ante su belleza, en la tierra de los Médici, de Dante, Maquiavelo, Petrarca, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Rafael, Botticelli, la cuna del Renacimiento, sin duda, una ciudad que es en sí misma un museo. Una ciudad para ver, caminar, disfrutar y dejarse comer por el asombro que se esconde a la vuelta de la esquina.

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