Cuáles son las necesidades de la M que el estado debe replantear
DE PRIMERA.LA DAMA DE LA NOTICIA
POR ARABELA GARCIA …
Cuáles son las necesidades de la M que el estado debe replantear
Los programas asistenciales como un paliativo para la M en pobreza
Las necesidades básicas de la M tienen que ver con la parte emocional y la política
Las necesidades básicas de la mujer pueden ser diversas, en esta primera parte hablaremos de estas cuatro: seguridad, afecto, comunicación abierta y liderazgo.
Sin duda, el primer problema es la mala comunicación o la total falta de ella. Es evidente que, si pudiésemos comunicarnos un poco mejor y comprendernos más profundamente, puede que entonces por fin llegásemos a estar más alineados. Y lo más importante, que logremos salir de los problemas, como es el fracaso de las relaciones.
En cada una de las necesidades que mencionamos arriba existen muchas variables que llevan al ser humano a actuar de diferente forma cuando no las tiene, no las logra o no las aplica en su día a día.
Podríamos aportar una gran lista sobre cada una de esas necesidades, se pueden resumir en: comprensión, más atención, aprecio, mejor comunicación y escucha.
Supongo que la mayoría de las personas tenemos suficiente información y toda la teoría sobre lo que se debe hacer, pero otra cosa distinta es utilizarla y ponerla en práctica. Para ello tenemos que salir de nosotros mismos y poner más atención a las necesidades de la otra persona.
Pero desde el punto emocional es muy complejo hablar de estas carencias, pero hablemos desde el punto de vista de las necesidades de las mujeres y el eje político que rige estas.
En las últimas dos décadas las mujeres pobres del campo mexicano han vivido profundos cambios en las relaciones de la sociedad con el Estado. Uno de los más importantes es su notable participación de programas asistenciales como beneficiarias directas.
De ahí nuestro interés por analizar cómo se han dado estas relaciones y, en particular, cómo el Estado define las necesidades femeninas a través de la puesta en marcha de programas sociales dirigidos a combatir la pobreza. Asimismo, se busca mostrar si en estas relaciones se posiciona a las mujeres como sujetas de derecho, o bien, si se trata de una visibilizacion sospechosa, dando lugar a definir otras necesidades percibidas por mujeres y que eventualmente escapan de los programas sociales1.
Para dar respuesta a estas interrogantes se debe contextualizar el período que consintió dichos cambios, desde sus dimensiones mundiales y regionales hasta los locales, comenzando por las recurrentes crisis a las que se han enfrentado los países de América Latina (AL) en las últimas décadas del siglo XX y lo que va del siglo XXI; crisis que, sin lugar a dudas, están estrechamente ligadas a los cambios estructurales que dieron paso al modelo neoliberal, caracterizado por el retiro paulatino del Estado en materia de desarrollo rural, acompañado de un replanteamiento sobre la seguridad social.
Como respuesta paliativa, emergen los programas sociales de corte asistencial ante la presión para reducir la población en situación de pobreza extrema que presentaba la región. A principios de la década de los ochenta, 40.5 % de la población era pobre y para 1990 aumentó a 48.4 %. Con la puesta en marcha de programas asistencialistas y focalizados, el porcentaje de población en condiciones de pobreza descendió hasta 26.8 % en 2012, pero no así en números absolutos, pues de 1990 a 2012 la cantidad de personas pobres se incrementó de 136 millones a 167 millones, concentrándose más de la mitad y persistiendo la pobreza más aguda en el medio rural (CEPAL2, 2012).
En México los programas de corte asistencial, como PROGRESA (1997-2002) y Oportunidades4 (2002), fueron diseñados precisamente para reducir el porcentaje de la población en situación de pobreza en el medio rural y zonas urbanas marginadas, a través de la focalización de transferencias monetarias directas y condicionadas a las mujeres madres de familia que se encontraban por debajo de la línea de la pobreza.
El propósito era que a través de ellas mejoraran los índices de desarrollo humano de sus familias. Para direccionar los programas sociales, a principios del siglo XX la pobreza fue clasificada en tres vertientes de insatisfacción de necesidades: la alimentaria, definida por la insuficiencia para obtener una canasta básica alimentaria, aun si se hiciera uso de todo el ingreso disponible en el hogar en comprar sólo los bienes de dicha canasta; la de capacidades, entendida como insuficiencia del ingreso disponible para adquirir el valor de la canasta alimentaria y efectuar los gastos necesarios en salud y educación, aun dedicando el ingreso total de los hogares nada más que para estos fines; y la de patrimonio, definida por la insuficiencia del ingreso disponible para adquirir la canasta alimentaria, así como para realizar los gastos necesarios en salud, vestido, vivienda, transporte y educación, aunque la totalidad del ingreso del hogar fuera utilizado exclusivamente para la adquisición de estos bienes y servicios (CONEVAL5, 2011).
Bajo esta clasificación, en 1990, 44.5 % de la población mexicana vivía en situación de pobreza de patrimonio, cifra que se eleva a 44.9 % en 2012. Esta realidad es más alarmante en las zonas rurales e indígenas, pues ahí predominan las poblaciones con los tres tipos de pobreza; en 2010 había 64.9 % de pobres, es decir, 33.7 millones de personas, de las cuales 63.6 % eran mujeres (CONEVAL, 2010).
Llama la atención que fue durante este periodo (1997-2000) cuando el Estado retiró paulatinamente los apoyos a la producción campesina6, afectando directamente el cultivo de maíz nativo, alimento de subsistencia para más de 80 % de la población rural en México. Mientras se presenciaba el desmantelamiento de apoyos estatales, al mismo tiempo se creaban programas sociales que incidían directamente en apoyos monetarios o en especie para adquirir alimentos
En este contexto la mirada se voltea hacia las mujeres rurales que viven la pobreza en general, de forma diferenciada a sus contrapartes masculinos. Según Espinosa (2011), ellas se enfrentan a un aumento considerable de trabajo por el acceso a empleos precarios y a la creciente responsabilidad en las labores del campo.
También ocupan nuevos espacios a partir de su participación en actividades comunitarias, teniendo una mayor presencia en la vida política local a través de representación popular (Vázquez et al., 2012). Si bien se posicionan en nichos antes eminentemente masculinos, lo hacen en condiciones de desventaja con respecto a los hombres debido, entre otras cuestiones, a la pervivencia del modelo cultural de dominación masculina (que asume formas coercitivas y violentas), a sus menores niveles de escolaridad y capacitación, desigual acceso a sistemas de salud y al acceso restringido a los recursos productivos (tierra, agua, bosque), entre otras (Zapata, 2005).
Aunado a lo anterior, ellas continúan desempeñando sus roles tradicionales asignados por su género dentro del hogar, lo que implica dobles o triples cargas de trabajo. Esta situación, intensificada en los últimos veinte años, crea el interés por replantear el concepto de necesidades femeninas que el Estado pudiera satisfacer dentro del marco de la política social.
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