Columnas

Cuando un amigo se va

Rutinas y quimeras 

Clara García Sáenz

Cuando un amigo se va

Eran las siete de la mañana cuando tomé el volante y salí de casa; las calles vacías para un sábado tan temprano no me motivaron a acelerar, al contario avancé lentamente; Luis Eduardo Aute cantaba “Hay algunos que dicen que todos los caminos conducen a Roma y es verdad porque el mío, me lleva cada noche al hueco que te nombra”; recordé entonces su historia de amor cuando estábamos en la Universidad;  siempre me pareció que hacían una bonita pareja, luego a la vuelta de los años, encontrarlos con sus hijos ya grandes y después, los últimos meses, verte José Antonio en agonía y Aurora vigilándote día y noche, con la esperanza desvanecida.

Avancé por una ciudad desolada, vacía y silenciosa, ahora Silvio Rodríguez cantaba “soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen, en este día los muertos de mi felicidad”; me descubrí en una tristeza profunda, pensé en todos mis muertos; te recordé José Antonio, con tu andar pausado, tu hablar tranquilo, sentado tantas tardes en el salón de clase, en la fonda de las canchas de tenis donde cada tarde íbamos a comer flautas, escapando un rato del aula porque pertenecíamos al grupo de alumnos que trabajaba por la mañana y llegábamos por la tarde y sin haber comido a la universidad, esperando un resquicio entre clases para llenar el estómago; en la noche salíamos corriendo a alcanzar el camión azul para irnos a casa.

Muchos días de fiesta, de carne asada, de idas a la disco; vivimos una vida como universitarios y, de pronto aquí, sentada frente al féretro; viendo tu ataúd es como ver también mi muerte, la muerte de los abrazos, las risas, las cervezas muchas veces compartidas como el gusto por la literatura y la fotografía. Nunca había estado en esta extraña confusión, despidiendo a mi amigo y consolando a mi amiga con un dolor muy hondo; siento que se va la juventud, la alegría y la risa a carcajadas, sin miedo a nada, recargados afuera del salón de clase viendo pasar las horas, los días y la semana, los meses para ser licenciados en Relaciones Públicas, presumiendo nuestras cámaras réflex y gastándonos el rollo de la película a lo tonto.

Pero, además de la despedida, con ese dolor a cuestas, estar ahí con nuestra amiga, compañera de salón de clase, cómplice de tantas charlas, tantas reuniones y tantas copas de vino. En mi memoria se ha quedado el icónico momento cuando todos los del salón nos fuimos a Manzanillo en aquel supuesto “viaje de estudios” estando en la licenciatura; al momento en que el cadenero por fin nos permitió entrar a la famosísima disco Baby’O, nos quedamos parados casi en el puerta viendo la pista de baile, las luces, la música, el ambiente, estábamos atónitos ante aquel espectáculo nunca visto en nuestras universitarias y victorenses vidas; enmudecidos por la impresión, sólo tú atinaste a decir “este es otro pinche mundo”; entonces soltamos la carcajada al descubrirnos tan provincianos y pueblerinos; y nos lanzamos a la pista.

Así te recordaré, con tu comentario sarcástico, espontáneo, ácido, salido de una tranquilidad que pronto podía ser explosiva. Te vas, pero te quedas, en el recuerdo de juventud, en las carnes asadas que nos faltaron, en la anécdota universitaria del siempre y del todavía. Nos dejas incompletos, velando nuestra propia muerte, alimentada por la nostalgia de los días felices, venturosos y que en muchas tardes parecían eternos en el salón de clase. Buen viaje amigo, goza de la eternidad.

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