ColumnasEspecialesTitulares

«DESIGUALDAD EDUCATIVA MÉXICANA DESDE LA ÓPTICA DE GIL ANTÓN»

OPINION ECONOMICA

«DESIGUALDAD EDUCATIVA MÉXICANA DESDE LA ÓPTICA DE GIL ANTÓN»

Por Dr. Jorge A. Lera Mejía

Era el año 2017, cuándo por invitación de mi amigo y tutor, Dr. Héctor M. Cappello García, me retaba que coordinara y editara un número especial de la Revista SOCIOTAM, de la Universidad Autónoma de Tamaulipas, con la consigna que abordara diversos aspectos de la desigualdad social y educativa, al calor del reciente libro de Tomás Piketty, «La Desigualdad económica en el Siglo XXI».

Me di a la tarea de coordinar dicha labor, que dio frutos con la publicación del número especial, incluyendo en el mismo, a ocho artículos especializados por autores y coautores universitarios de México, España, Cuba y Costa de Marfil.

Pero mi mayor satisfacción, lo confieso y lo comparto ahora en esta reseña periodística, fue haber logrado que mi admirado maestro y amigo, Dr. Manuel Gil Antón, nos dedicara su valioso tiempo para esbozar y elaborar el Prólogo del número especial citado, siendo él, uno de los mayores especialistas del tema sobre «desigualdad social y educativa» en México, desde su trabajo en el Centro de Estudios Sociológicos del Colegio de México.

Sin más preámbulos, a continuación, me permito, con su permiso, reproducir parte del Prólogo citado, el cual lo llamó:

«LA(S) DESIGUALDAD(ES) EDUCATIVA(S): SI TE VAS, SI TE VAN, Y SI TE QUEDAS…»

[…] La Desigualdad educativa en México, con base en la información del censo más reciente (2010) –cifras que, en buena medida, dada la etapa de la que dan cuenta, no es esperable que varíen mucho– tenemos una aproximación a la que, con permiso de José Alfredo Jiménez, se advierte como “la enorme distancia” con respecto a la primera dimensión de la igualdad educativa: el acceso.

Los datos del rezago escolar, tomando en cuenta a la población ubicada entre los 15 y 64 años, que constaba de 74,000,000, se podía desglosar del siguiente modo en términos del incumplimiento de su derecho a la educación.

  1. 5.4 millones de población analfabeta, lo que significa indigencia educativa.
  2. 10.1 millones de población sin primaria, que podría ser equivalente a pobreza extrema educativa.
  3. 16.4 millones de población sin secundaria, quizá ubicable como pobreza a secas.

En México, para ser considerado analfabeta en el Censo, es preciso responder, negativamente, a la siguiente pregunta: “¿Sabe usted leer o escribir un recado?”. No se trata de si lee a Rulfo o a Padura…

Los dos siguientes agrupamientos merecen una aclaración: los mexicanos sin primaria se califican así porque, por su edad, la educación obligatoria, gratuita y laica que por mandato constitucional ha de proveer el Estado, en su entonces, eran sólo seis años de educación, equivalentes a la primaria. En el caso de los que no cuentan con secundaria hay que tener claro que no contienen a los anteriores, sino que conforman el grupo que no tuvo forma de ejercer su derecho a la educación mínima, en su momento ya establecida por ley, de nueve años.

En síntesis, 31.9 millones de mexicanos –el 43% del grupo etario entre los 15 y 64 años– no ha tenido posibilidad de acceso a los servicios escolares a los que tenía derecho en su momento. Ese es un dato “estático” que tendería a decrecer, con el paso del tiempo, por la salida del grupo de edad de los mayores, y el ingreso de jóvenes más escolarizados. Pero hay un problema: el afluente del rezago en la escolarización no cesa.

El 20 de abril de 2017, el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) dio a conocer una cifra que es desalentadora: entre 2011 y 2016, la cantidad de jóvenes que abandonan la educación media superior cada año es de 600,000. El propio Instituto hizo un ejercicio con base en el promedio por hora: sesenta y ocho estudiantes dejan las escuelas de este nivel cada sesenta minutos. Unos años antes, otro dato oficial anunciaba que, anualmente, un millón de alumnos (entre los seis y los diecisiete aniversarios de nacimiento) se desafiliaban de la escuela, la gran mayoría para no volver.

El dato de la salida del nivel medio superior es importante, pues ya es mandato constitucional que, en 2021, ese nivel de estudios sea parte de la educación obligatoria, lo que incrementará notablemente el rezago en la asistencia y término de los grados a los que se tiene derecho en el país (se pasará de nueve a doce, sin contar el prescolar).

La segunda cifra, ese millón que, probablemente, incluye a la mayoría de los anteriores y contiene a otros 400,000 que abandonaron el sistema escolar en ciclos previos, puede comprenderse mejor si se hace un ejercicio: ubiquemos, imaginariamente, a ese millón en salones de 30 alumnos cada uno: serían 33,333 aulas. Si las ordenamos, adosadas en una fila, y midieran 10 metros de largo cada una, generarían una hilera de 333 kilómetros: distancia parecida a la que hay entre Ciudad Victoria y Reynosa. Suba usted al autobús de su preferencia, vea por la ventanilla que, desde que sale hasta que llega, hay miles de salones, al inicio del año llenos de vida y ruido y, al final, de silencio y polvo.

El caudal del abandono escolar es muy grande hoy, y será creciente mañana, por la obligatoriedad del bachillerato. En consecuencia, la primera condición de la igualdad educativa –el acceso y la permanencia sin restricciones– queda lejísimos de cumplirse y se sigue distanciando.

Para terminar con esta dimensión, aceptemos como válido lo que dicen las evaluaciones de todo tipo: al finalizar la secundaria (a los quince años), la mitad de los sobrevivientes en el sistema, que son, a su vez, cerca de la mitad de los que iniciaron la primaria, tienen graves deficiencias para leer, entender y escribir como se esperaría luego de nueve años de asistir a clases. No es parejo: esto ocurre para el 80% de quienes asisten a las escuelas rurales indígenas, y sólo para el 10% de los que pueden pagar servicios educativos privados. El sesgo de la desigualdad social reflejada en la educativa es muy claro.

Por lo tanto, en cuanto al acceso, permanencia y aprendizaje sólido, condición para la existencia de igualdad educativa, México está mucho más lejos que lo que la palabra lejos suele enunciar, pues, para decirlo en una frase: si te vas, te van, o te quedas en la escuela, aprender es un volado, una moneda al aire, cargada por la desigualdad, la pobreza y su reflejo en la calidad de los servicios educativos que se ofrecen, sobre todo a los más pobres. Peor, casi imposible.

En cuanto a la relación entre origen social y logro educativo advertido por el avance entre ciclos y el aprendizaje logrado, el propio Dr. Rodríguez expuso que, en 2015, si la escolaridad del padre no existía (pobreza educativa extrema), la probabilidad de llegar a estudios de licenciatura (que oscila entre 0.00 y 1.00) era del 0.02. Con primaria completa del progenitor, subía a 0.10. Secundaria completa impulsaba la probabilidad a 0.18 y con media superior terminada, Ya con licenciatura se acercaba a la mitad: 0.45, pero con toda seguridad (casi), si el padre tenía posgrado, la llegada a la universidad estaba asegurada, pues el indicador era 0.93.

Si la segunda condición para observar igualdad educativa es el rompimiento de la asociación entre origen social y destino, nuestro país se vuelve a alejar de manera extrema. Como dijo el premio nobel de Economía en 2001, Joseph Stiglitz, el único error que no se debe cometer (si se quiere vivir fuera de la pobreza) es no elegir bien a los padres. En México, la mayoría de la población “se ha equivocado” en esta irónica –por imposible– pero muy gráfica manera de acercarnos al incumplimiento de la ruptura entre cuna y sitio social posterior.

En síntesis, ni la dimensión de acceso ni la de impulso a la movilidad social intergeneracional está ocurriendo en el país. El contexto social, repleto de desigualdad, impunidad por el incumplimiento estatal de lo que le es obligatorio, corrupción en el gasto educativo y una noción de igualdad de oportunidades que otorga lo mismo a los desiguales, cuestión que profundiza las discrepancias y nos impide una propuesta orientada por la equidad –dar oportunidades distintas (mejores) a los que más lo necesitan, para ir conformando igualdad “hacia arriba”– produce que, en lugar de que la escolarización contribuya a reducir las brechas que nos separan, haga del sistema educativo un mecanismo que amplía, potencia, a la desigualdad. Menuda paradoja.

¿Qué hacer?

Quienes llegaron a administrar el Gobierno federal en 2012, frente a los problemas educativos reducidos a los resultados de las evaluaciones estandarizadas, decidieron hacer una reforma. Como la intención era política y de corto plazo, para que rindiera en la renovación de su captura del poder a toda costa, a pesar de saber que más del 60% de la desigualdad en los resultados deriva de circunstancias extraescolares, y que la restante proporción está compuesta por muchas dimensiones –infraestructura escolar, planes y programas de estudio, estrategias para propiciar el aprendizaje y la acción de los docentes–, ofrecieron una solución sencilla y basada en “evidencia” indudable: la culpa es del magisterio.

A esta simplificación siguió otra: como los acusados no tenían defensa ni voz, era preciso evaluarlos para que la calidad arribara a las escuelas (muchas de ellas sin agua, sin electricidad, sin baños…) y ya después, si daba tiempo, proponer un nuevo horizonte educativo, que resultó vetusto en sus planteamientos. ¿Resolver la desigualdad educativa? No. Para ello era necesario enmarcarla en la desigualdad social y la complejidad de la relación necesaria para el aprendizaje.

¿Recuperar la rectoría del Estado en la educación? No. Forzar, con las cúpulas sindicales, un nuevo arreglo corporativo que pasara por la “defensa” de una reforma laboral, denominada –por ellos– educativa. Y así ha sucedido.

Poco vivirá, dirían los clásicos, el que no vea cómo la defensa de la así llamada Reforma Educativa será elemento central en la sucesión presidencial de 2018. O nosotros, los reformadores, o el caos del sistema anterior. Sin matiz, sin autocrítica y, sobre todo, sin una mirada de estadistas a la enorme desigualdad e inequidad sistemática del sistema educativo, inmerso en la falta de equidad para la vida docente en el país. Ojalá esté equivocado, pero ha lugar, y amplio, al riesgo de acertar.

Esta manera de concebir la desigualdad en educación es una de varias posibles. Los textos que usted leerá a continuación la tocan, pero la amplían y, por ende, la acrecientan. Bienvenido al viaje y a una lectura que enriquece… Doy fe […]

Fin de la cita:

Dr. Manuel Gil Antón, ColMex. Revista Internacional de Ciencias Sociales y Humanidades, SOCIOTAM, vol. XXVII, núm.1, pp. 9-26, 2017. Universidad Autónoma de Tamaulipas.

https://www.redalyc.org/journal/654/65456040003/movil/