El capital humano de la UAT
Rutinas y quimeras
El capital humano de la UAT
Clara García Sáenz
Cuando vi llegar a mi oficina al gordo del jurídico, supe que venían por mí; acompañado de dos escuálidos ayudantes, este hombre se había hecho famoso en la Universidad porque diariamente visitaba alguna oficina para entregar notificaciones de despido, decían que incluso se había enfermado de covid y que aun así seguía con su tarea, por eso muchos lo conocían como el gordo covidio; nunca supe su nombre pero cuando llegó a notificarme el cese, se calculaba que más de 150 trabajadores de la administración central habían sido despedidos injustificadamente, una cifra récord para los dos meses que la administración de Mendoza llevaba desde que había tomado posesión de la UAT.
Desde los primeros días de enero, cuando empezaron los despidos, el miedo se apoderó del ambiente laboral; trabajadores con 15, 20 o más años eran obligados a firmar renuncias, muchos comentaban que la táctica de Cabeza de Vaca cuando llegó al gobierno estatal se había dilatado en la Universidad y que, aunque tarde, se aplicaba con los empleados de confianza, que no tienen sindicato, ni fondo de jubilación y es el sector más vulnerable laboralmente en muchos aspectos.
Días antes de mi cese, la flamante directora de Difusión cultural (a quien nunca le entregaron su nombramiento pero pudo contratar a su cuñada con un sueldo que insultaba a los viejos trabajadores de esa dirección), había sido mi compañera en la oficina durante 18 años y me pidió que buscara otro lugar en la universidad porque mi perfil no era compatible con la oficina; una oficina que me había contratado 28 años antes para dedicarme a la promoción de la literatura y donde me había formado como promotora cultural.
Valga decir que, para entonces, ninguna facultad ni oficina estaba recibiendo trabajadores que quisieran cambiar su adscripción; una práctica que fue posible las primeras semanas de la administración, pero que, para marzo, quien quisiera cambiarse de lugar, era visto como persona non grata y ningún jefe quería embroncarse con el Rector.
Entonces esperé sentada mi destino, durante una semana, totalmente congelada laboralmente, viendo como los más inútiles y flojos eran nombrados coordinadores de área (puesto que yo ocupaba entonces), las reuniones a puerta cerrada, la retirada de saludos y el excesivo incienso quemado a la supuesta nueva directora.
Finalmente apareció el gordo del jurídico para notifícame mi cese como “subdirectora” de difusión cultural; ahí me enteré que yo era subdirectora, le dije que yo no tenía ese nombramiento, fue un momento de tanta confusión que llegué a creer que el hombre estaba sordo porque no contestaba a mis preguntas. Les hablé a mis amigas abogadas, quien me aconsejaron no firmara nada y buscara un arreglo directamente con la rectoría.
Desde ese día y durante una semana busqué una audiencia con el Rector, hasta que el contador Arellano, hombre educado y amable, (a quien conocí personalmente muchos meses después cuando me topé con él en la calle y me preguntó si todo iba bien) me contactó, platicamos largamente y me pidió esperar mientras revisaban mi caso. Al siguiente día, recibí una llamada de la Doctora Mariana Zerón, para invítame a sumarme a su equipo de la Secretaría de Investigación y Posgrado (SIP), una mujer que hasta ese momento tampoco conocía personalmente pero que durante el tiempo en que he trabajado en la SIP ha demostrado tener sororidad y un trabajo constante para que las mujeres tengamos presencia universitaria con una política permanente de equidad de género.
Llegué entonces al Instituto de Investigaciones Históricas cuyo director había sido sensible a los despidos desde enero e inteligentemente recibió a varios talentos de distintas oficinas, rescatándolos del despido y renovando el espíritu del Instituto con un equipo que le hemos llamado la lista de Shchindler (recordado aquella película de los judíos que fueron salvados del holocausto).
Ahora dedicada a la academia, la investigación y a la difusión de la historia, puedo escribir esta historia convencida de que en la administración de Mendoza se le dio poder a muchos que no supieron que hacer con él y sacaron lo peor de sí; convencida de que en medio de la tormenta existen personas solidarias, universitarios comprometidos, funcionarios inteligentes y trabajadores. Que cuando te despiden apestas, pero al menos en la universidad, hay manos que se tienden para alcanzar acuerdos.
Con la salida de Mendoza he visto gente muy contenta, frotándose las manos y cantando de júbilo, esperando la oportunidad de hacer lo mismo que la gente del rector caído hizo con muchos; confieso que ver eso me da pena, porque lo que necesita la Universidad es gente de altas miras que siga trabajando diariamente para que esta Casa de estudios sea cada día mejor.
Ahora, mi carta para Santa Claus universitario es que se revisen los sueldos porque hay mandos medios que ganan como directores solo porque estaban en los afectos de los más poderosos, que se limpie de advenedizos que no entienden de lo que estamos hechos los universitarios, que no lleguen externos a los puestos directivos queriendo decirnos a los universitarios como se hacen las cosas y pisoteando las trayectorias, los conocimientos y experiencias del capital humano incalculable y siempre poco valorado de los universitarios y que a los maestros se nos pague un suelo digno.
E-mail: claragsaenz@docentes.uat.edu.mx