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EL JUICIO DE JESUCRISTO/ JOSÉ LUIS HERNÁNDEZ CHÁVEZ

EL JUICIO DE JESUCRISTO/ JOSÉ LUIS HERNÁNDEZ CHÁVEZ

No hay nada a que los gobernantes y magnates teman más que a un líder que arrastra multitudes al que no pueden comprar, sobre todo cuando lucha por la libertad, la justicia y defiende a los pobres de la opresión de los poderosos porque eso exhibe a muchos de ellos, como lo que son: falsos y prepotentes.

Todos los que han tenido la osadía de enfrentar a los señores del poder han sido perseguidos, pagado con su vida o terminado en prisión por decir la verdad y abogar por los oprimidos.

Espartaco fue crucificado en la antigua Roma, al astrónomo italiano Giordano Bruno la Inquisición lo quemó vivo en el siglo XVI, Mahatma Gandhi, en la India, y Nelson Mandela, en Sudáfrica, fueron encarcelados en el siglo XX y Martín Luther King asesinado en los Estados Unidos en 1968.

En 2010 el periodista australiano Julián Assange, acusado de terrorista, fue recluido en una celda por publicar documentos secretos del gobierno estadounidense.

Sin embargo, el ejemplo más conocido acerca del destino que sufren este tipo de luchadores sociales ha sido el de Jesucristo, quien, como se sabe, fue condenado a muerte por abanderar los ideales de los desposeídos y enfrentar a los encumbrados.

Desde que inició su misión evangelizadora en Nazareth y la tierra de Galilea, de donde era originario, empezó a causar incomodidades, pero fue cuando extendió sus arengas en las que desenmascaraba la falsedad de los poderosos y los llamaba hipócritas, a la tierra de Jerusalén, encendió las alarmas de la casta sacerdotal que controlaba las estructuras y los poderes del gobierno judío.

A Caifás, sumo sacerdote, le causó rabia que el Mesías los acusara a él y a los miembros del consejo de sabios del Sanedrín de haber convertido el templo de Dios en una cueva de ladrones, muchos menos que los llamara mentirosos, raza de víboras, que aparentaban ser personas honradas pero que estaban llenos de maldad.

Sin duda constituía una peligrosa rebelión contra el orden establecido que daba al pensamiento de Jesús una postura revolucionaria, pero que para los religiosos y los gobernantes se trataba de una agitación religiosa altamente riesgosa para la seguridad de las autoridades judías y romanas porque la liderada un personaje que era seguido por miles que creían en sus ideas.

No podían permitir que el movimiento del hijo de José y María sumara adeptos entre segmentos cada más amplios y numerosos de las masas populares, que lo veían, más que como a un líder, a un enviado de Dios para redimir y salvar a la humanidad de los pecados.

Temían que si no la frenaban en ese momento terminaría por echarles encima a la muchedumbre, así que, en coordinación con el gobierno de Roma, urdieron un plan para ponerle fin que contemplaba dos acusaciones, una religiosa, la blasfemia, y otra política, la sedición.

También lo acusaron de zelote, violento movimiento político nacionalista judío que se había alzado en armas contra la ocupación romana de Judea, que se proclamara rey, a sabiendas de que hablaba de un reino que no era de este mundo y que incitaba a la población a que no pagara los tributos, entre otras falsas acusaciones.

Además de haber sido cruelmente torturado y denigrado, el juicio sumarísimo que le instruyeron estuvo plagado de irregularidades o, como se dice en la actualidad, de faltas al debido proceso. En nuestros días esto habría sido suficiente para que las instituciones encargadas de la administración de la justicia ordenaran su inmediata libertad.

Se violó la ley judía porque no fue detenido en flagrancia, sino mientras pernoctaba en un huerto, tampoco le asignaron un defensor, no le permitieron presentar testigos de descargo, ni que apelara, beneficio que se le negó porque, según se argumentó, no era romano.

Lo condenaron a la crucifixión, pena máxima que se imponía el gobierno de Roma a quienes eran encontrados culpables del delito de subversión, aunque las características del proceso hacen deducir que Jesús fue uno de los más ruidosos casos de presos de conciencia de la época.

Cuando Poncio Pilatos, prefecto romano de la provincia de Judea, se enteró de que el agitador era Galileo, trató de eludir el enjuiciamiento.

Declinó la jurisdicción y decidió remitirlo a la competencia de Herodes. Sin embargo, ante las presiones de Caifás, se vio obligado a someterlo a un plebiscito o consulta popular, pero no convocó a la plebe, como debiera, tampoco a que fuera juzgado por una corte suprema, como señalaba la ley, sino que lo hizo en el patio de su propia casa que estaba llena de los adversarios del nazareno.

Además, la sentencia por blasfemia era la de la lapidación, pero Pilatos optó por la crucifixión, para que a la hora de la ejecución hubiera presencia de soldados y centuriones en previsión de eventuales disturbios, dada la popularidad de que gozaba el acusado.

El objetivo de todo ello era, en el fondo, imponer al Cristo un castigo ejemplar que sirviera de escarmiento para que los pobladores vieran lo que les sucedía a quienes tenían el atrevimiento de desafiar al gobierno y al poder de la iglesia.

Los sacerdotes, además, como suelen actuar los poderosos, escondidos en la sombra del anonimato para eludir la autoría de sus maldades, pusieron al enjuiciado en poder de los romanos, no querían exponerse a que la gente pensara que la responsabilidad del crimen recayera sobre ellos, como hoy se sabe. jlhbip2335@gmail.com